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Cultura | 26/07/2023
Por Silvia Nou
El último otoño
El viento comenzó a desprender del sauce llorón las hojas de bordes aserrados.

Bajo su sombra la besaron durante el verano. Bajo la sombra del pinar, había intentado protegerla el abrazo de su padre cuando era niña. Aún recordaba los botones dorados, relucientes. Uno estaba flojo, en el tirón que sufrió su cuerpo, se fue con ella convirtiéndose en talismán contra el olvido.

Arrodillada fijó la vista en la piedra sobre la cual había lavado el trapo blanco manchado ante el anuncio del pasaje, de la conversión. Las gotas de la misma sangre pero más alborotada y dolorida, perdida en la brevedad del tiempo en que la luna tapó al sol y anocheció ante su desconcierto.

Giró la cabeza mientras iba irguiéndose.

Desde lejos, veía como las mujeres desarmaban con lentitud el conjunto de delgados troncos y cueros oscuros, recogían las pieles del piso: lecho de amores nocturnos, testigo de sueños anticipatorios.

Se pasó la mano por el acalambrado brazo blanco.

Una bandada de pájaros cruzó el cielo y la lágrima, su mejilla. La gota se deslizó lenta. Desapareció. Lo que no desaparecía era el dolor de no haber sido elegida. Se unió a las demás para caminar hacia el valle, detrás de los hombres pastores, guerreros.

Con la cabeza gacha, sin abrir la boca de labios partidos.

Sin ser mirada y menos aún escuchada en la lengua impracticada.

La lentitud de su andar la dejó rezagada.

El vacío de compañía le permitía escuchar a quien la habitaba, preguntarse y responderse a sí misma. Dejar por un rato su carga en el piso, tenderse boca arriba, soplar las agujas plateadas de una flor, buscar señales en las formas de las nubes.

Reprodujo sobre el suelo húmedo aquella cuya forma le llamó más la atención.

Fue entonces cuando su índice empezó a deslizarse solo y a dibujar extraños signos.

Dejó que ocurriera…

Las olvidadas letras se desgranaban como las cuentas verdinegras del collar arrancado con furia de su propio cuello cuando los vio juntos, trenzados como en un lazo de cuatro tientos.

Su nombre nuevo sonando en eco la sacó del breve ensueño.

A la vera del camino encontró flores amarillas, las cortó y se las puso en el pelo.

Al tercer día, cuando ya no faltaba mucho para llegar al lugar en donde se establecería el nuevo campamento y el cansancio se hacía notar, se apartó ligera rogando que nadie la viera. Hundió con prisa un cascote, como si fuese un puñal de caza con mango de cornamenta de ciervo, y escribió al modo de antes.

Un pasado de volados en las mangas y moños escoceses en las trenzas, migas de bizcochuelo en el piso damero, ventanas acortinadas en liencillo crudo y abuela bordando punto cruz junto al fuego.

Más allá centinela en mangrullo de madera, pajonales y lagunas con flamencos.

Cuando se puso de pie, el hato de pobres pertenencias le pesó sobre la espalda pero la nostalgia se evaporó; se había ido con los teros a tomar agua en los charcos pálidos olvidados por una lluvia con prisa.

Del vientre abultado de quien iba adelante, de lo que sintió cuando conoció el sexo bajo las estrellas, de las recetas con yuyos enseñadas por la madre nueva, de las mil quinientas lanzas, de los hermanos que no eran de sangre, ella escribiría cuando nadie la viera.

No sabía en ese momento cuántas veces se quedan en blanco las páginas.

Esos mismos soldados, quienes convivieron con ella de pequeña, desconociéndola, le hicieron un agujero de bala, acallando la lengua recuperada, silenciando para siempre la aprendida.

Dejándola cubierta de sangre y otoño en un paraje cualquiera.

Anónima pero eterna.

Manos a la obra Antología 2021. Escritores Firmatenses.
Fotografía ©Fer Garciera
Periodista/Fuente: Silvia Nou [Escritora firmatense - Artesanas de Historias]
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