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Interés General | 28/06/2022
Por Vanesa Tejeda Costa
El duende de la siesta
El celular vibró en la mesa de luz, antecediendo a la estridente melodía que sonó por muy poco tiempo en el espacio de la habitación, ya que unos dedos agiles acabaron con aquel sonido. César estaba despierto mucho antes de que la alarma se activara. Siempre le sucedía lo mismo la noche previa a emprender el viaje, de todos los veranos, a la casa de su abuela en Misiones; la ansiedad no lo dejaba dormir.

A pesar del clima agobiante y lo extenso del viaje, se mantenía activo durante todo el trayecto, planeando en su imaginación las múltiples posibilidades de disfrute que se le presentaban en el horizonte. Además, le fascinaba ir observando los cambios en el paisaje. Pasar de las prolijitas alfombras en verde y ocre del entorno santafesino al desorden exuberante de la vegetación misionera.


La casa de la oma Hanna, una alema-na robusta, de ojos de un celeste infinito y cabellos blancos, que en otros tiempos supieron contener todo el oro de los campos, estaba flanqueada por la frondosa selva y el caudaloso río Paraná.

El verano siempre se mostraba prometedor en un entorno como ése. Había tanto que ver, tanto que descubrir, que César quería aprovechar al máximo ese tiempo estival. Apenas oía los primeros movimientos de su abuela por la casa, literalmente, saltaba de la cama para comenzar un nuevo día de aventuras. Le gustaba adentrarse en la selva y recorrer senderos desconocidos, descubrir en cada nueva incursión diferentes cantos de aves, ponerse rojo de felicidad al reconocer el de determinado ejemplar, hacerle una gambeta al calor y refrescarse con un chapuzón en el río.


A pesar de su edad tenía mucha libertad para moverse, había crecido en ese ambiente y cada verano adquiría más conocimientos sobre el lugar que tanto amaba. Pero existía un tiempo durante el cual la selva estaba vedada para él y ese tiempo era el de la siesta. No podía comprender porque su oma Hanna creía en esa vieja leyenda de los lugareños, cómo po-día asustarlo a él con el Yasy Yateré. Si no quería que anduviera a la hora de la siesta, hubiese bastado con decirle que podía insolarse, que el sol era implacable con los que deambulaban en esas horas, pero no intentar asustarlo con aquel duende siestero.

Transcurrían los últimos días de las vacaciones y ante ese panorama, quería exprimirlos al límite. Había descubierto un nuevo sendero que no pudo inspeccionar bien por causa de la fastidiosa restricción de su abuela. Decidido a no regresar a Santa Fe sin conocerlo a fondo, tomó la iniciativa de desobedecer a su oma, e internarse en la selva a la hora de la siesta. Como era habitual después de almorzar, la anciana se retiró a su habitación a descansar; César simulo hacer lo mismo, pero sus pasos en vez de llevarlo a su cama lo alejaron de la casa. Al verlo salir, solo uno de los cuatro perros se animó a desafiar el calor y lo siguió, el resto continuó dormitando en el piso de la galería. El sol parecía una bola de fuego brillando triunfante en el cielo huérfano de nubes. Pronto la cara del niño se empezó a cubrir de diminutas gotas de transpiración, el sudor también comenzó a humedecerle la ropa.

Después de caminar un buen rato, cuando se estaba acercando a la zona que quería investigar, un silbido extraño, que sobresalía sobre los demás sonidos de la selva, captó su atención. El origen del ruido no era preciso parecía provenir de todos los rincones. El sonido lo abrazó como una boa constrictor y súbitamente se sintió mareado, estaba confundido. Un sopor intenso se apoderó de él. Como en sueños, a través de vahos, vio aparecer entre la vegetación a alguien de estatura pequeña, con un enorme y desproporcionado sombrero de paja en la cabeza, blandía un bastón en una de las manos. Un olor nauseabundo acompañaba al ser que se le aproximaba lentamente en silencio. César pensó en correr, pero se sentía muy cansado, las piernas le pesaban demasiado y la cabeza le seguía dando vueltas. De pronto, toda la selva comenzó a girar a su alrededor, todo se fundió en un espiral caótico y sobrevino la oscuridad total.

Al cabo de un tiempo, los colores retornaron a sus retinas; el olor y los sonidos volvieron a ser los típicos de la selva. Estaba desorientado. No creía estar en el mismo lugar de antes, sin embargo tampoco tenía recuerdos de haberse movido. Emprendió una caminata rápida porque también notó que el tiempo había transcurrido y la posición del sol había cambiado. En su cabeza un nombre empezó a imponerse cada vez con más fuerza. Aún contra su propia voluntad se escuchó decir en voz alta:Yasy Yateré… Yasy Yateré.

Con estas palabras colgadas de los labios llegó a la casa de la oma Hanna ya bien entrado el atardecer. La mujer salió a su encuentro entre sollozos y maldiciones en alemán que se mezclaron con aquel nombre en guaraní que César no dejaba de repetir.

Periodista/Fuente: Vanesa Tejeda Costa (Escritora firmatense, integrante de Artesanas de Historias, columna literaria publicada por El Correo)
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