Con la sabiduría del que escucha mucho y dice lo justo, Eduardo Galeano aseguró que “recordar es volver a pasar por el corazón”. Y así es. Y así será. El corazón es un alboroto cuando —en soledad o en compañía— las almas humanas retornan a paisajes de ayer, vuelven a tiempos idos.

Veinticinco años después de terminar séptimo grado, un grupo de compañeros volvimos a reencontrarnos en el colegio que albergó nuestra infancia, que nos convidó valores y saberes que aún hoy seguimos moldeando junto a la arcilla de los días.

Cuando terminó el acto protocolar, el grupito de egresados de 1991 nos refugiamos en un salón que fue testigo de nuestro paso por el lugar. Allí, Norma Leiva, “la señorita Norma”, nos recordó lo mucho que nos quiso, lo mucho que nos quiere.

Nos regaló manojitos de recuerdos que custodió mucho tiempo al calor del amor para evitar que el frío de los años les haga daño.

De un estuchecito de su corazón, Norma hizo emerger travesuras, juegos y vivencias compartidas. Esa tarde, en su voz, volvieron a la vida pequeñas historias que el laberinto del olvido había intentado arrebatarnos.

Esa tarde, no sólo nos reencontramos con los compañeros de séptimo, nos reencontramos con el niño que fuimos, con el niño que somos.